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Me decían que no se puede hacer nada

“Y al final, a pesar de todo, no se puede hacer nada.”

No me acuerdo en que situación Marco dijo esta frase, ya han pasado demasiados años. Solo me acuerdo que sí, que la dijo, que estaba siempre en el fondo de nuestra actividad, y también me acuerdo de que durante muchos años la tenía clavada en el corazón.

“En el fondo no se puede hacer nada.”

Marco era un miembro de mi primer colectivo ‘radical’, de aquel grupo con el que practiqué turismo de manifestaciones, que íbamos de mani dos, incluso tres veces al mes, gritando lemas en piña sin impacto ninguno; organizando actos sin que viniera nadie, o en el mejor algún compa de un colectivo cercano; juntándonos las noches –los cinco, diez de siempre– en nuestro local alternativo semiprovincial. Mucha energía, un poco de esfuerzo y nada, nada de avance, en resumen, una única lección:

“En el fondo no podemos hacer nada.”

Mis padres y sus amigos. La generación que rompió el consenso facha en Alemania. Los que se levantaron contra el conservadurismo hipócrita. Los primeros en aclamar Lo queremos todo, lo queremos ya. La generación que normalizó las relaciones sin matrimonio, la que leyó Mao y Marx, la que apoyó a las guerrillas urbanas, y la que se propuso cambiar el sistema desde dentro, a hacer la marcha por las instituciones. Marcha fracasada, marchas fracasadas, fracasos mal gestionados generadores de impotencia. Niñas y niños violados, rotos por falsas promesas de liberación, sus hijos y hijas. Y mientras tanto los de siempre siguen moviendo los hilos del país, los del mundo. Tanta desilusión que, cuando al borde del nuevo milenio, los pacifistas terminaron consintiendo guerras ya casi nadie se escandalizó, y les suigieron votando.

Toda mi infancia una única lección:

“Están muy bien las canciones, están muy bonito los sueños, pero de verdad, en la vida real no se puede cambiar nada. Solo te puedes cambiar tú.”

Y aún así salí, me volví activista. Tanta ‘lucha’, manifestaciones, protestas concretas. No a la guerra, no a la reforma educativa, a las leyes represivas, a la reforma laboral. ¡No a las políticas neoliberales!, ¡no! … no, no cambiamos nada, no logramos nada, ni cambiar una letra del formulario contra el que protestamos, ni una letra, nada, nunca.

Los diez primeros años de mi activismo una única lección:

“Al final no se puede cambiar nada. Solo te puedes cambiar tú.”

Ahora, mirando para atrás, empezando a discernir la diferencia entre el refugio de inadaptados y la lucha, empezando a reconocer razones concretas de nuestros fracasos, razones en nuestras ideas, nuestra cultura y mentalidad, me voy liberando de esta frase, de este sentir de impotencia que se encuentra detrás, hoy si por fin me han enseñado tener esperanza. Me agarro a ella de manera feroz, obligándome a buscar este equilibrio que lo alimenta, un equilibrio entre ideal y práctica que mantiene esta llama frágil con vida.

Y cuando miro para atrás, miro a este entonces, me acuerdo de como me sentía impotente ante esta monstruosa sociedad, que nos sentíamos impotentes, me pregunto ¿fue que nunca luchamos de verdad porque no teníamos esperanza? O al revés, ¿qué no teníamos esperanza porque no estábamos luchando de verdad?

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