¡No puede ser!
Después de varios días de reflexión más teórica hoy he vuelto a un relato, otro ejemplo claro de asamblea coñazo, esta vez fui yo una de las principales protagonistas de generar un desastre.
“Somos una asamblea abierta, una asamblea verdaderamente democrática, cualquiera que viene puede participar en las decisiones”, me explicó Pepe un día presumiendo del centro social ocupado del que formaba parte. Un tiempo después fui a su asamblea, hablé y todavía hoy, años después, me avergüenza pensar en lo que pasó ahí.
Empecemos por el principio: Pepe y yo formábamos parte del mismo colectivo de género, y como nos movíamos en este tema conocíamos la gente que estaba activo en género y feminismo en nuestra ciudad. Entre ellos estaba un grupo feminista de otra ocupa, un grupo de mujeres que se habían juntado por conflictos con los hombres de su casa. Nunca llegamos a conocer los detalles, pero todos sabíamos que ‘algo malo’ había pasado. Un día estas chicas querían hacer un encuentro de mujeres en la okupa de Pepe, un encuentro en el que los varones no estaban bienvenidos. Pero había un problema: en la okupa de Pepe dominaba el feminismo de género y lo del espacio de mujeres no lo veían muy bien. A mi, una mujer que creció dentro del discurso feminista, se me encendieron mil alarmas. ¡Esto no podía pasar! ¡En un espacio liberado no podía negarse esto a las mujeres!

Así que fui a la asamblea en la que se iba a tomar la decisión para apoyar a este grupo. La coincidencia hacía que las chicas del grupo feminista justo este día no vinieron. Y yo entré al ring: En cuanto abrieron el tema hablé y me encontré con Ana, mi oponente.
Ana estaba en la esquina de género, defendiendo de que –como todo rol era un constructo social– era contraproductivo que se creara un espacio solo para mujeres. Lo correcto era deconstruir los roles en colaboración entre todos los generos. Yo estaba en la esquina de feminismo tradicional, defendiendo que las mujeres como colectivo oprimido necesitaban espacios de este tipo para trabajar cosas que no se podían expresar libremente en espacios mixtos.

Cruzábamos argumentos como golpes, comentarios, respuestas, contraargumentos, deconstrucción del contraargumento, fundamentación filosófica del comentario principal, crítica a esta… dábamos vueltas la una a la otra, nuestras armas constructos teóricos y palabrotas filosóficas, nuestro objetivo el K.O. teórico de nuestro oponente. El resto de presentes estaba reducido al estatus del público, con algún valiente esporádico que se atrevió a decir algo, a entrar en nuestro cruce solo para ser empujado al lado por la fuerza de nuestra confrontación.

No importa quién ganó este día, sí fue Ana o fui yo la qué derrotó a la otra. Lo que importa es que toda la asamblea perdió. Este día perdieron todos los presentes que no tuvieran una personalidad tan extrovertida como nosotras dos. Perdieron todos los que no tenían la misma formación teórica, que seguramente no entendieron mucho de lo que estábamos argumentando. Perdieron todos los que estaban arrimando hombro día tras día para que existiera el centro, porque aparte de currar ahí tenían que aguantar que cualquiera les diga que hacer. También perdimos Ana y yo, porque después de este día nos quedó una espina clavada, una espina que salió cada vez que nos vimos. Después de este día ya no pudimos ser amigas. Y ante todo perdió el grupo de feministas que fue el pretexto de nuestra confrontación porque les quitamos la posibilidad de protagonizar su lucha. Lo que importa es que este día perdimos todas.
Y desde este día no me dejo de preguntar: ¿Quién fue mas idiota? ¿Yo por meterme en un conflicto que no era mio o los del centro por dejarme esta puerta abierta?
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